DESPUÉS DE MEDITAR...

TODOS hemos experimentado alguna vez una cierta sensación, al levantarnos de nuestro cojín de meditación, de que "ya hemos terminado". 
Incluso, cuando practicamos en grupo, al sonar el gong, o cualquier otra señal, tenemos esa sensación entre alivio y pena porque ya se terminó nuestro tiempo de paz.
Muchas personas, cuando comienzan la práctica de la meditación, casi sin darse mucha cuenta, pueden crear una especie de apego a la experiencia nacida en ese momento. No se trata de que se tengan experiencias raras o percepciones extrañas, sino que la experiencia normal se ralentiza y se intensifica de algún modo la conexión entre todo lo que ocurre. La mente entra en un estado de calma y a nivel emocional surge una cierta sensación agradable.
Por esto, la continuación del resto de la vida es parecida a cuando la ola suave y armoniosa rompe en medio de un roquedal, desplegando mucha energía y levantando espuma.

Así pasa cuando nuestra mente en calma, luego de continuar la actividad, nos da la sensación de que se alborota y se pierde en la actividad del día a día.
Por ello, las antiguas tradiciones meditativas nos relatan que los grandes meditadores deseaban no perder esa calma y para ello actuaban de forma diferente en el quehacer cotidiano.
Cuando la meditación se asienta, la acción se observa igual que el pensamiento en meditación. Algo que está ocurriendo, pero que no absorbe mi identificación personal en ello. Es decir, por momentos, mi yo no está frente a una acción, comparándose, implicándose, sintiéndose mejor o peor etc. Pero también puede fundirse con la acción misma y fluir con ella sin salir para juzgar, sino experimentando la acción como algo no separado del yo.
Evidentemente esto no ocurre de forma continua y permanente, sino que es un ir y venir constante igual que cuando se medita. Por ello, la acción y la quietud no son espacios separados y aislados, sino un flujo continuo en el que la presencia se ejercita de forma permanente. Esto es maravilloso, porque al igual que pasa en la orilla del mar, tras una ola que rompe en la orilla, llega otra, y otra y otra como magníficas oportunidades de experimentar la presencia más allá de los momentos de inconsciencia en los que nos evadimos para sostener nuestro ego y lo fortalecemos con identificaciones en las que nos comparamos y caemos en esa sensación sutil de "no sabes quien soy yo".
Cuando viene este sentimiento tenemos que saber que nuestro yo se siente en algún modo amenazado. Siente que existe una competencia con otro y además cuando ese sentimiento está en el trasfondo las emociones se alteran y sufrimos. Pero cuando afianzamos la presencia en la acción sin dar pábulo al juego del ego, entonces no hay ruptura entre el momento de meditar y hacer cualquier cosa que tenemos que hacer para vivir: trabajar, pensar, escribir....ir al baño o hacer la comida. Nada es mejor ni peor, simplemente es. Si nuestra conciencia reposa en la base que hace posible un pensamiento, igualmente puede reposar en la base que hace posible una acción o un proceso mental o cualquier cosa porque la conciencia sostiene toda forma y el mundo en que nos movemos.
La mística española Teresa de Jesús decía a sus hermanas: "no olvidéis hermanas que nuestro Señor se encuentra entre los pucheros". Ese sentido de la presencia en cada acción es la misma del maestro zen que dice: yo cuando camino, camino, cuando me siento, estoy sentado, cuando me levanto me levanto.
La disociación entre nuestra experiencia mental y la experiencia vivencial es la fuente del sufrimiento.

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