LA GRANDEZA DE LAS COSAS PEQUEÑAS


En una ocasión vivían un maestro y un discípulo en sendas ermitas en lo alto de una montaña, separadas por un pequeño sendero. Junto a la ermita del maestro se hallaba un pequeño templo que sólo tenía una estatua de Budha de piedra desgastada por el tiempo. El discípulo llevaba 15 años practicando con una determinación fuerte y gran voluntad. Se levantaba a las 4:00 de la mañana y se dirigía en medio de la noche hasta un pequeño riachuelo donde se aseaba, incluso en el frío invierno cuando el camino estaba cubierto de nieve. Luego tomaba agua y se dirigía a la celda del maestro donde preparaba el té y un poco de arroz para el refrigerio matutino. Pasaba gran parte del tiempo en el templo recitando sutras y ejercitando su zazén. Su postura llegó a ser admirable, su inmovilidad infranqueable. El maestro observaba su férrea disciplina y reconocía su obediencia y constancia. Era un discípulo ejemplar. Era servicial y bondadoso; estudioso, disciplinado, lo tenía todo.

Un día, el discípulo llegó caminando desde su ermita hasta la del maestro como había hecho tantas veces. Una vez llegó, se quitó las sandalias y las colocó en un escabel, perfectamente alineadas y luego dejó el bastón apoyado en la puerta. Llamó, respetuoso al maestro y entró haciendo sampai. El maestro lo recibió con una sonrisa que le iluminaba el rostro. ¿Cómo va tu práctica? preguntó. Bien, maestro, bien. Sólo siento serenidad y placidez. Y qué mas, dijo el maestro. Bueno, también soy disciplinado en mi práctica desde la mañana a la noche. Cierto, replico el maestro. También recito todos los sutras en el templo con la cadencia que usted me enseñó. Es verdad, asintió el maestro.  ¿Qué más debo hacer? El maestro lo miró profundamente con una mirada de inmensa compasión viendo a ese discípulo perfecto, o casi perfecto y le dijo:
En realidad llevas aquí 15 años, has sido constante en tu práctica me has servido con diligencia, has aprendido con entusiasmo tu meditación es firme.... creo que ya has aprendido todo. El discípulo se sintió profundamente halagado con esas palabras, había cumplido su meta, ahora podría ir y enseñar a otros y la gente valoraría su esfuerzo. Su mente había sido sometida para mantenerse en su disciplina y ahora cosechaba los frutos. Iba a inclinarse ante el maestro en señal de despedida y agradecimiento cuando el maestro de repente le preguntó. Cuando llegaste te quitaste las sandalias ¿verdad? sí maestro respondió...y las coloqué en el escabel como me enseño. Ah. Y al entrar ¿dónde dejaste apoyado el bastón a la derecha o al izquierda de la puerta...?
Esta pregunta fue como una daga que se clavó en la mente del discípulo. No sabía. Qué importancia tenía la derecha o la izquierda. Lo había dejado bien colocado eso era todo. El maestro lo miraba intensamente. En ese momento se iluminó y se dio cuenta de que la práctica no tiene una finalidad más allá de la acción misma y que cada cosa, por pequeña que sea, por insignificante que parezca, puede conducir a la conciencia plena, basta poner todo el ser en lo que se hace. Es la conciencia la que hace grande las acciones y no al revés. De esa conciencia es de donde nace la belleza de lo pequeño.

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